Nuevos tiempos, nuevas reglas, nuevas formas… y nuevos errores. La F1 nos seguirá excitando, pero desde luego es otra cosa
Coches con morro de indudable origen fálico y cornamenta anterior que les aportan cierto aire a máquinas de asedio medieval. Ingenios que nunca antes han sido tan lentos y que por poco no los pillan los de la categoría inmediatamente inferior costando unas... 200 veces menos. Escapes que apenas emiten ovejunos balidos en lugar de un anonadante rugir como los Tyranosaurius Rex de la velocidad que son. Pilotos que no son los mejores del mundo sino los más ricos. Equipos condenados a ganar y otros a perder de manera estructural ad aeternum. Carreras en las que el arte consiste en salvaguardar la integridad de unos neumáticos pensados esencialmente no en durar más, o adherirse al suelo cual percebes gallegos, sino a agarrar menos con una alarmante obsolescencia programada a poco más de cien kilómetros de vida. Motores que consiguen una cuarta parte de su poder robado a los frenazos, y coches que en lugar de gotear aceite, gotean voltios; si antes te pegabas un mal resbalón, hoy te pueden meter un chispazo con el que se te puede quedar la mano haciendo los cuernos pa siempre, como Igor, el lacayo del Jovencito Frankenstein. Y lo peor de todo: ¡hay que ayudarlos para adelantar! El grito hipohuracanado de críticos, observantes y negacionistas es: esto ya no es lo que era. Y es que efectivamente, la F1 antes era otra cosa.