El viaje de Fernando Alonso (parte 2)

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José M. Zapico
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23 Nov 2016 - 11:47

En la Fórmula 1 hay tres tipos de puertas: las del cielo, las del infierno, y las de los circuitos. Fernando Alonso ha cruzado las tres a toda velocidad. Un ejemplo de la peor pudo ser aquel 14 de noviembre de 2010, en el que puso sus pies en la pista de Abu Dabi como Campeón del Mundo y salió de ella como el líder de los derrotados. Su mirada perdida al bajarse del coche contaba toda la historia que había tras la escena. 

A las puertas del cielo se llega pocas veces en la vida y el de Oviedo estuvo jugado al póker con Dios al menos en dos ocasiones, las dos en que conquistó el título que jamás ningún español recibió antes. Fernando ha atravesado el frontispicio de muchos trazados, pero ninguno tan significativo como la discreta valla corrediza del circuito de La Torrecica, en Albacete. Paradójicamente el trazado manchego se encuentra a unos pocos kilómetros de donde reposan pacíficamente los pájaros de guerra más rápidos del Ejército del Aire español: los Eurofighter, los euroluchadores. 

El luchador europeo Alonso comenzó a forjar su katana en la pista de Albacete aquel frío martes de noviembre a base de errores sobre el asfalto. No existe camino que no se comience con tropezones, baches y alguna lección. Recibir las primeras de un ex piloto de F1, en un equipo como el de Campos que ha ganado en prácticamente todas las categorías que ha participado, y de las mismas manos que dieron a Alonso sus primeras clase es un honor para cualquiera. Alentados por su patrocinador, Goldcar, quieren saber si dentro de mi persona existe un piloto de carreras y para ello ponen en mis manos el 'Fórmula 3' de Leonardo Pulcini, reciente ganador del European Open. El romano entra y sale de su coche con cierta gracia, pero encajar mis 85 kilos en su cockpit resulta un ejercicio propio de El Cir-co del Sol. A pesar de todo, lo peor no será entrar sino salir, algo que descubriré al final de la sesión.

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Introducirse en un monoplaza es mitad acto de fe, mitad de contorsionismo. Hay que retirar el volante para acceder. En su parte trasera hay una corona metálica que rodea la columna de la dirección con un muelle. Pulsas en ella hacia ti y puedes tirar del volante, que quedará amarrado al coche por un manojo de cables. Tradicionalmente a los monoplazas se sube por el mismo lado que a los aviones de combate: por la izquierda. Es la herencia ecuestre de la competición; si lo intentas por el otro lado con un caballo probablemente acabes en el suelo, y de todo ello la superstición de los pilotos. Pie derecho dentro, luego el izquierdo, y empiezas a escurrirte dentro de la angosta carlinga. La sensación es como cuando eras niño y te ponías –si es que lo intentaste alguna vez– una bota de 'un mayor' con tus dos piernas dentro. Colocas el volante, te calzas el casco, y te amarran el arnés de cinco puntos. Todos sus anclajes se reúnen en un disco central con un resorte que liberas con un giro de 90 grados si tienes que salir por pies. Cambio por levas tras el volante. Desde primera, tiras de las dos es punto muerto, izquierda bajas marchas, y derecha las subes. Tres pedales, sólo para arrancar, en marcha únicamente usarás dos con el mismo pie derecho con el que vienes equipado de serie. "El embrague es muy seco, un poco duro y muy corto de recorrido", me advierten de forma inútil. Primer intento de salida y coche calado. Risas alrededor y los que fueron mecánicos de Alonso y que en dos días salen para Abu Dhabi a atender a la GP2 empiezan a gritar mi nombre cachondeándose. Juro vengarme con una viruta repleta de sus hazañas extradeportivas más vergonzantes. Se acerca uno de ellos, Alejandro, pulsa un pequeño botón negro y el Dallara recobra la vida que mi torpeza le ha arrebatado. El dos litros de origen Toyota vuelve a bramar, y me pide que suba de un ralentí tarado a 1.200 vueltas hasta al menos 4.000 para salir de boxes. Si, un monoplaza comienza a moverse con su motor a un régimen de giro con el que tu coche empieza a saludar con la mano a la zona roja.

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Esto se menea, avanzas con el corazón en un puño no por la repentina velocidad a la que se mueven los boxes, el muro de tu izquierda y a la que viene hacia ti la salida del pitlane, sino porque embutido como un chipirón en lata ves muy poco y lo que temes es llevarte a alguien por delante y cometer un deportivizado crimen. El muro de recta a tu izquierda se mueve cada vez más rápido, tanto que deja de adquirir aspecto de pared y pasa a ser una raya de color como en esas fotos movidas que hace Miquel Liso. De golpe... la libertad, el espacio abierto, rienda suelta para pisar el acelerador con saña. Lo haces y las marcas y señales se te acaban en un suspiro, tu cabeza se te pega al respaldo y tu mano comienza a pulsar inconscientemente la leva de tercera, cuarta, quinta, sexta animado por el bramido del propulsor... Pasas por las primeras curvas como en un paseo con ciclomotor, sopesando la dirección, buscando el tacto del freno, el centro de gravedad, calculando la traslación de masas y comienzas a ser consciente de que el coche no se balancea nada. Nada de nada. Un monoplaza, con tu culo a menos de 10 centímetros del suelo y tu cabeza a poco más de medio metro, es la antítesis de uno de esos SUVs y todocaminos tan de moda a los que te subes y te dan la sensación de que van a volcar en la primera curva de lo que se inclinan. Si esto se pone con las patas parrriba no será debido a sí mismo en su relación con el asfalto, sino a la ayuda de un tercero.

Comienza el baile tras viajar con ritmo acelerado por todo el trazado, pisas a fondo al vislumbrar la tribuna principal y llegas a final de recta de meta rondando los 200 kilómetros hora. El coche traquetea al pasar por los baches que se transmiten a tus manos, tu espalda y todo lo que te rodea vibra hasta el punto de que apenas distingues lo que pone en la pantalla de cuarzo del volante. Notas cómo la barriga cervecera se agita en plena recta, y te acuerdas de Desperado, Coronitas y Estrella Galicia, pero es en la primera curva, una cerrada de derechas, donde te acuerdas de San Miguel... y el resto de santos. Has frenado tarde y el Dallara y tu tripa quieren conocer el muro. Sudas frío, tus brazos se encojen esperando lo peor, pero el milagro ocurre: el coche se sujeta como enganchado al suelo por el ancla de un portaaviones. Pasas sin más la llamada 'zona de control y espera' para volver a dar gas al salir de la curva sin mayor inconveniente que volver a bajar lo que se te subió a la altura de la corbata. El motor siempre va alto de vueltas, brama y notas las explosiones del cuatro cilindros nipón al subir de marchas con patadas en el culo al engranar cada nueva que metes. El coche apenas detecta las inercias en las curvas, se desplaza de donde tú le marcas, y tan sólo salta un poco con una ligerísima tendencia a moverse de atrás si pisas los pianos a mucha velocidad. Casi agradeces las estrecheces del cockpit porque si en las curvas el bólido ni se inmuta, el que lo pasa peor eres tú.

Tu organismo palpita, te rozas con las rodillas contra las paredes del coche, los codos se zarandean y afortunadamente tienes las paredes internas para apoyarte. La dirección no es asistida. Se muestra diligente y obedece de forma muy sensible, como en una moto. Una leve insinuación y el monoplaza de Leo responde de manera instantánea. Hay que tener ojo con los despistes, las cosas ocurren muy rápido a bordo, y un desliz para mirar por los espejos o comprobar la marcha en la que vas en la pantalla del volante y te puedes encontrar paseando por la puzolana. Afortunadamente los límites de La Torrecica te avisan ante tu manifiesta mediocridad como piloto de carreras. La frenada es seca, no desfallece a pesar del ritmo ascendente y resulta muy difícil bloquear las ruedas. Subes, subes y subes tu ritmo hasta donde los límites de lo razonable y lo costoso de una salida de pista te permiten.

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Antes de liquidar el acelerado paseo, la gloria te llega en el último giro y te sientes durante un instante Michael Schumacher al adelantar a otro monoplaza. Bueno, en realidad iba a unos 100 kilómetro hora menos. Es otro petardo como tú al que acaban de subir a un coche igual y está en su vuelta de instalación, pero a ti te da igual... le has adelantado, y eso no hay Charlie Whiting que te lo quite. Instintivamente alzas un brazo como de verdad hubieras ganado.

En la última vuelta agradeces a tu destino ese Encuentro en La Tercera Fase con aquello de lo que hablas, comentas y analizas para ser consciente de que en la Fórmula 1 esto corre el doble, tiene el triple de potencia, y cuesta unas 500 veces más. Todo es cuestión de números y el tuyo toca a su fin. Cuando más cómodo te sientes, cuando vas buscando frenar más tarde, en el momento en que el miedo inicial se te pasa, la ficha de plástico que has introducido en tu cochecito de choque acaba su siempre efímera vida útil. Bandera a cuadros y al corral.

Ya en boxes te bajas con parsimonia y no sin ciertas dificultades. Nadia Iglesias, la chica de Goldcar, te pregunta "¿qué tal?". Aún con las manos temblando y el cuerpo agitado, sólo consigues articular una sencilla frase de dos palabras que lo cuenta todo: "te cagas". Me entiende a la primera.

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Al acabar las tandas todos sonríen, el fotógrafo Rai Robledo comenta su paseo con Gabriel Samper, un abogado levantino con 120.000 fologüers en Instagram, y todos se encaminan a devorar el alpiste del catering. En ese momento se oye un silbido, que pasa a ser rugido, para convertirse finalmente en estruendo. Todos, bloqueados, miran al cielo para descubrir que son dos Eurofighters que, procedentes de la base de Los Llanos, atraviesan el espacio aéreo como llevados por el diablo. Su sonido ahoga cualquier otro que haya alrededor. Al pasar, en la creencia de que aquello estaba previsto, todos interrogan con la mirada a Nadia, que se encoge de hombros y con media sonrisa dice "nosotros sólo alquilamos coches". El que quiera un paseo en jet, que se busque la vida por otra vía. Ahí comprendes una de las grandes realidades de la F1: siempre habrá otra manera de ir más rápido, se trata de tener una herramienta que lo haga posible, del resto ya te haces cargo tú... si es que puedes.

Fernando Alonso anda sacándose hace tiempo la licencia de piloto de avión, pero nunca imaginó que llegaría a donde llegó cuando comenzó su viaje en coche. Poco antes de caer en los monoplazas tenía un plan, un libro de ruta vital: iba a ser mecánico en el karting. Procedente de una familia de trabajadores, lo de pagarse una carrera deportiva en la especialidad más cara del planeta era algo impensable pero los hados se pusieron de acuerdo, el destino se conjuró, y las estrellas se alinearon para que al final acabase siendo uno de los pilotos de Formula 1 más respetados de la historia de la velocidad. Para todos esto arranca de una manera similar, pero sólo él tenía lo que no tiene casi nadie. Tenía magia, tenía velocidad en sus manos y un bolígrafo de tinta invisible que en Albacete comenzó a dibujar una línea de puntos que seguir. Sólo se pierde el que no sabe a dónde va, el asturiano lo tuvo claro cuando le enseñaron el mapa de su viaje. Aceleró a fondo... más que los demás. 

Fernando Alonso
Virutas de Goma
4 comentarios
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22 Dic 2016 - 17:59

Bueno, es que la explicación la tienes en la primera parte: hice el mismo viaje, pasé por la misma puerta, tuve las mismas sensaciones, con un coche casi igual, en las mismas fechas, mismo motor, misma potencia, mismo circuito, mismo equipo, mismos mecánicos (no todos) mismo jefe de equipo mirándome. Siento haberte defraudado si lo que querías era leer solo cosas de Alonso. 

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Carbo
24 Nov 2016 - 22:15

Este relato merece comentarios. Claro q si!!! Siempre metiendo una cuña valiosa sobre lo q fue la carrera de Alonso. Mi mas sincera enhorabuena y gratitud

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24 Nov 2016 - 20:10

¿En serio? ¿El viaje de Fernando Alonso? Muy interesante y bien contada pero ya podrías ponerle otro título y no meterla en esta serie con calzador que aquí un servidor se esperaba otra cosa. Claro que entiendo que es algo que apetece contar xDDD.

23 Nov 2016 - 14:52

Joder, me he imaginado dentro del monoplaza. Te cagas!!!

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