C'est l'Afrique, patron: el origen del Dakar

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03 Dic 2019 - 11:25

Hay una pista que a través del desierto, une Iférouane, ciudad oasis, con Chirfa, al noreste de Níger. Al borde de la misma existe una duna, pequeña. Sobre ella un árbol, uno solo. Tiene el tronco retorcido, exhausto por tantos años soportando un clima imposible. Extiende sus ramas secas y ensortijadas, cual manos huesudas implorando la lluvia, hacia el cielo. Una lluvia que logre calmar su sed y que no llega. Dicen que es una acacia y a los pies de ésta, mora el alma libre de un genuino soñador.

A los pies de esa acacia reposa todo lo que queda de Thierry Sabine. Sus cenizas fueron esparcidas allí tras su muerte en accidente de helicóptero en 1986.

¡Jamás volveré solo!

Nueve años antes, en diciembre de 1977, un joven Thierry Sabine, hijo de una familia acomodada, sin dificultades económicas, entusiasta de la aventura y la competición extrema –Durante algunos años fue piloto de carreras y llegó a participar en las 24 Horas de Le Mans–, apasionado de las motos y el Off Road en especial, decidió subido a su Yamaha XT 500 participar en el Rally Abidjan-Niza, que unía el sur de Costa de Marfil, en África, con la Costa Azul francesa y… se perdió.

La orientación se basaba en el uso de una brújula, un mapa y la intuición de cada competidor. Por entonces no había GPS ni herramientas modernas de navegación. A mitad de la etapa Dirku-Madama, equivocó la ruta al desviarse hacia el este cuando era en ese momento cuarto en la clasificación general.

Perdido en medio del desierto del Teneré, sin una brújula, agua ni comida, con la sola compañía de un mapa inútil y un grisgrís, amuleto de la suerte del que nunca se separaba. Un grisgrís regalado por un amigo tuareg ya que los tuaregs dicen que estos deben regalarse, nunca comprados, para que sean eficaces. El guapo y rico francés de Neuilly-sur-Seine no perdió la esperanza, pero además de frotar su amuleto hasta el punto de desgastarlo, decidió no confiar solo en la buena suerte y dibujó una cruz con piedras en el suelo.

En propias palabras de Sabine "No tenía compás ni reloj, dos días y dos noches perdido en el desierto, bajo un sol que me hacía perder la razón, la ausencia total de sombra me empezó a producir una sensación de claustrofobia… Entendía que mi vida tenía poco o nada de valor".

"Y es entonces cuando prometí que si salía con vida de esa experiencia, barrería cuanto de superficial tuviera mi existencia".

Suerte o destino, milagro quizá, la cruz formada con piedras la vio desde el aire el avión que pilotaba su compatriota Jean Michel Siné. El casi consumido grisgrís de tanto frotarlo había cumplido y tras tres días y tres noches rescataban a Sabine. Sano y salvo era consciente de que el desierto le ha marcado para siempre y desarrollado en él un instinto y una sensibilidad muy particulares pero, sobre todo, un deseo irrefrenable de volver. Pero, desde luego, sabiendo que jamás volvería solo.

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Las horas de soledad vividas a merced de un mar de arena, mientras frotaba un amuleto de cuero, le sedujeron lo bastante como para lograr que olvidase el temor a la muerte. El silencio del desierto, interrumpido sólo por el viento que da forma a las dunas, le ha hecho atisbar nuevos horizontes y objetivos. Nada de espejismos, sólo visiones reales que pronto serán realidad.

Dos continentes, un mar para cruzar y en el medio la nada, o la totalidad, del Sáhara.

De regreso a casa en un avión militar argelino, en la mente de Sabine brota la idea de un rally como nunca antes se haya visto, en el que una caravana de vehículos de cuatro y dos ruedas logren dominar los mares de dunas, atraviesen África y lleguen tras 20 días a las playas del lago Rosa, pocos kilómetros al norte de Dakar, tras salir desde la mismísima Plaza del Trocadero, en centro de París.

Casi más una expedición que una carrera, donde las capacidades y resistencia de los pilotos sean puestas a prueba, pero también la resistencia de los vehículos. Ambos, tanto humanos como maquinas, serán puestos a prueba por el desierto. Una ocasión única donde los participantes se medirán con sus propios límites y miedos. Aventura, exotismo, encanto y modernidad todo en uno. Un reto para los que participan, un sueño para los que miran.

De vuelta en Francia, la idea de Sabine va tomando forma. Hay que encontrar los fondos necesarios para el proyecto. Incansable, pero sobre todo insistente, consigue el dinero, principalmente gracias a Oasis, un productor de zumos de frutas. Tan solo un año después de perderse en el desierto, el París-Dakar es una realidad.

 

UNA BUENA DOSIS DE INCONSCIENCIA

El martes 26 de diciembre de 1978, 182 vehículos de todo tipo se hallan reunidos a la sombra de la Torre Eiffel en la Plaza del Trocadero. El deseo de aventura, a la vez que una buena dosis de inconsciencia, une a pilotos experimentados y aficionados, a profesionales y particulares. Les esperan 10.000 kilómetros de caminos de tierra, pistas arenosas y muy poco asfalto, que los llevarán a través de Francia, Argelia, Níger, Malí, Alto Volta –ahora Burkina Faso– para llegar finalmente a Senegal. Caminos que pueden estar allí hoy y haber desaparecido mañana, borrados o movidos por el viento, caminos que no se encuentran en los mapas. Tendrán que guiarse por las estrellas y el uso de la brújula bajo un clima fiero e implacable incluso en invierno. Adrenalina, gasolina y el deseo de llegar a toda costa como combustible para hacer frente a la escasa comida y poca o nula asistencia mecánica. Sólo 74 lograrán alcanzar el 14 de enero del año siguiente la playa del lago Rosa, al norte de Dakar.

Agotado, sucio de una mezcla de arena y sudor, el primero en lograrlo es un veinteañero nacido en Orleans, Cyril Neveu, quien en los siguientes años vinculará sin duda su nombre a esta dura prueba y la ganará hasta en cinco ocasiones. Neveu llega a meta a lomos de una Yamaha XT500. En su mirada se puede ver el signo inconfundible de alguien que sabe que ha completado una aventura increíble. Ocupando el cuarto puesto, llegó el primer automóvil, el de Christian Contamine y Alain Génestier a bordo de un Range Rover.

El rally empieza a atraer el interés de los medios de comunicación tras el tercer o cuarto día pese al escepticismo inicial. Al principio sólo la prensa escrita muestra interés, pero pronto la radio y la televisión se muestran más interesados. Miles de africanos, desde Argel hasta Bamako, repartidos en mil y una aldeas y oasis remotos que salpican el desierto, personas que jamás habían sido testigos de nada igual, acuden a los lados de las pistas, uniendo su entusiasmo al de los propios competidores.

Todo esto pese a que la organización de Sabine, que también participaba con un Toyota BJ con el dorsal número 200, tenía mucho que mejorar. Éste lo pilotaba un joven piloto de Fórmula Renault, Daniel Lentaigne. Este 'coche escoba' era, en realidad, el vehículo personal de Sabine. Lentaigne se dio a conocer después con la fabricación de automóviles, los autos Orion, que han estado en las pistas de carreras durante una docena de años, desde 1981 hasta 1993 exactamente.

Por ejemplo, siete motociclistas con el propio Neveu entre ellos, llegaron a perderse y terminaron en la entrada de una mina de uranio. Sin embargo, son estos detalles los que dieron una reputación de salvaje a este rally-raid.

Y es que, por ejemplo, el reglamento de aquella primera edición consistía en apenas diez folios mecanografiados donde se daban consejos sobre elección del vehículo, los neumáticos y el material de repuesto a llevar, la ropa, las vacunas y las gestiones administrativas. Para correr con un coche, simplemente era necesario un arco de seguridad, arneses, extintor, fusibles de seguridad, brújula, eslinga y dos ruedas de repuesto.

Antes de terminar, el París-Dakar ya se había convertido en leyenda.

Dakar. Ese grito en el desierto que se mantiene vivo cada año, durante la primera quincena de enero.

"En esta prueba ustedes vienen a buscar emociones fuertes, recuerdos imperecederos. Yo les ofrezco todo ello, pero no quiero ocultarles los riesgos que correrán. Ustedes lo aceptan y también es a ustedes a los que les toca asumirlos". Estas palabras, pronunciadas por Sabine al pie de la Torre Eiffel a los participantes minutos antes de que diese comienzo la primera de las ediciones del París-Dakar, daban a entender que se trataba de una carrera peligrosa.

El interés por el París-Dakar crece y las ediciones siguientes atraen un número de hombres, mujeres y vehículos de todo tipo de naturaleza y origen, como sidecars, quads, y buggies, que no deja de aumentar para probar suerte en una aventura que pondrá a prueba, sin duda, la resistencia mecánica pero también la humana.

La financiación y el patrocinio crece en proporción y Sabine, consciente de que el Dakar necesita marketing, lo maneja con pericia, al fin y al cabo, en parte, gracias a esta industria, el Dakar sigue creciendo, pero a su vez lo hacen las tarifas de entrada, las primas de seguro y servicios esenciales.

El 'veneno' del París-Dakar empieza a extenderse y a afectar no sólo a expertos en rally o pilotos profesionales de diversas disciplinas del motorsport como Jacky Ickx, Henri Pescarolo, Jacques Laffitte o Clay Regazzoni entre otros. Hasta Mark Thatcher, hijo de la que fue primera ministro británica, participa y se pierde durante tres días en el desierto, lo que en cierta manera dio todavía más cobertura mediática al París-Dakar hasta que le rescataron.

Esta afluencia de 'famosos' alimenta el mito del rally y Sabine lo aprovecha mientras sigue haciendo oídos sordos a las críticas sobre lo peligroso de la prueba.

Sí, en la carrera París-Dakar se muere. Todos los años –o casi– alguien pierde la piel.

Patrice Dodin, un expatriado en África, perdió el control de su Yamaha al tratar de ajustarse su casco y cayó al acercarse al comienzo de la etapa Agadez-Tahoua. Sufrió un golpe en la cabeza contra una piedra y una fractura de cráneo. Pese a que le trasladaron a un hospital en París, murió más tarde y se convirtió en la primera víctima mortal del Rally Dakar en la primera edición de este.

La mayoría pierden la vida en accidentes propios de la competición, pero también hay quien recibió, de la mano de un soldado nervioso, un tiro en la cabeza, como el francés Charles Cabannes, piloto del camión de asistencia de Citroën, que recibió los disparos recibidos en una emboscada en el pueblo tuareg de Araouane, localidad controlada por el ejército de Mali. Tripulaciones desaparecidas, coches y motos destruidos, minas sin explotar, como las que se llevaron la vida de Laurent Guéguen al pisar con su camión en una zona disputada por Marruecos y el Frente Polisario, una de estas malditas armas antipersona.

Pero no solo mueren participantes, también lo hacen espectadores, periodistas y lugareños, algo más de una veintena de ellos, en su mayoría por atropello.

Al menos un 20% abandona por algún tipo de accidente cada edición del París-Dakar, pero esto es, bonita paradoja, lo que atrae a los participantes. Sabine lo sabe y como respuesta a quienes lo critican, les dice que "Si no hay riesgo, no tiene sentido organizar la carrera".

 

MUERTE EN HELICÓPTERO

Son las siete de la tarde del 14 de enero de 1986, Sabine sigue la carrera, como siempre, desde su helicóptero blanco. Le acompañan su amigo Daniel Balavoine, cantante y amigo suyo. También la periodista Nathalie Odent, el piloto François Xavier Bagnoud, primo del príncipe Alberto de Mónaco y Jean-Paul Le Fur, técnico de radio.

El helicóptero se estrella contra una duna de 30 metros de altura, estalla en pedazos y mueren sus cinco ocupantes en el acto. Tal vez debido a un peso excesivo o tal vez una tormenta de arena repentina, nunca se sabrá. El rally se detiene en la siguiente etapa, pero sólo porque el único que conoce la ruta es Sabine y no ha tenido tiempo de comunicarlo a los competidores.

Más tarde, como si nada hubiese ocurrido, como Thierry hubiese querido, se reanudó.

Tras su muerte, la Thierry Sabine Organisation –TSO– quedó en manos de su padre, Gilbert, expiloto de rally y entusiasta de la aventura.

De acuerdo con su voluntad, las cenizas de Sabine reposan bajo el árbol de tronco retorcido que crece solitario en pleno desierto del Teneré, que descubrió junto a su amigo Mano Dayak, líder tuareg de Agadez, y que le ayudó en las primeras ediciones del París-Dakar.

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Después de que lo arrancara un camión, el árbol original se sustituyó por este de metal.

A los pies del mítico 'Árbol del Teneré', símbolo y guía de los participantes en el Dakar y el único árbol –una acacia– superviviente en 400 kilómetros a la redonda, hay una placa metálica que recuerda a Sabine.

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Placa en recuerdo de Thierry Sabine

La palabra tuareg 'teneré' significa 'desierto' y traducida al árabe, 'Sahara'.

"El desierto me dejó vivir. El desierto me recuerda". El mito de Thierry Sabine permanecerá, para siempre, entregado a la historia.

'C'est l'Afrique, patron', frase que da título a este texto, es la frase que se repetía a los participantes por parte de la organización cuando estos se quejaban del frío, la inseguridad, la comida o la dureza de la ruta.

Saludos.

Javi C.

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Fernando Alonso
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accidente
fallecimiento
1 comentarios
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03 Dic 2019 - 18:05

Buen artículo. Creía que el Dakar como tal era más antiguo. 14

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