ALMACÉN F1

Pentacampeones

José Miguel Vinuesa
29/10/2018 09:01

Ser campeón del mundo de Fórmula 1 no es fácil. Repetirlo, como decía Ayrton Senna, es muy complicado. Pero conseguir alcanzar la cifra de cinco títulos es algo reservado a muy pocos pilotos en la historia. Tan pocos como tres, en realidad, de los 33 que han logrado al menos uno del más codiciado galardón del automovilismo mundial. Y en ese club acaba de ingresar, tras el Gran Premio de México de 2018, Lewis Hamilton.

Tanto él, como Juan Manuel Fangio, ostentan ahora el mismo número de títulos. El otro que ha pasado por esa estancia fue Michael Schumacher, con la diferencia de que la abandonó inmediatamente para elevar la marca hasta los siete campeonatos. La cuestión no deja de ser llamativa porque se tardaron 45 años para igualar la marca dejada en los años cincuenta por Fangio, pero sólo hemos tardado 16 en volver a vivir la experiencia de contemplar a un piloto alcanzar esa cifra que había logrado ser una referencia casi mitológica, de otro tiempo, de otro planeta. Michael Schumacher logró un 21 de julio de 2002 llegar a Fangio, y no sin polémica: venció el Gran Premio de Francia, pero se puso en discusión por un supuesto adelantamiento bajo bandera amarilla sobre Kimi Räikkönen, aunque no fue objeto de castigo porque el finlandés se había salido de pista con su McLaren por el aceite dejado en la horquilla Adelaide por otro monoplaza. Se consideró válido, pese al ruido coetáneo. Poco importaba: lo hubiera logrado en la siguiente carrera.

 

 

Por su parte, Lewis Hamilton pudo haber sido campeón en el pasado Gran Premio de Estados Unidos, pero su Mercedes y la estrategia no fueron los que nos tienen acostumbrados, así que se tuvo que retrasar al circuito de los Hermanos Rodríguez, en el corazón de la ciudad de México y con uno de los mejores ambientes de todo el calendario, para tomar posesión de la palabra mágica: pentacampeonato. Tampoco importaba. Desde la carrera nocturna en Singapur, la deriva del campeonato se había inclinado hacia su lado, en detrimento de quien aspiraba a alcanzar ese mismo pentacampeonato, un Sebastian Vettel y una Ferrari que han fallado más de lo admisible.

Sin embargo, cuando observamos el modo en el que los dos pilotos de la era moderna han llegado a tan importante estadística, palidece frente a la épica con la que el argentino Juan Manuel Fangio lo consiguió un 4 de agosto de 1957. Por supuesto, era otra época, parece que otro mundo diferente. Para empezar, lo hizo en el circuito más desafiante sobre la faz de la Tierra: el Nürburgring-Nordschleife. Para continuar, lo refrendó con la que sin lugar a dudas es la mejor carrera de la historia del campeonato de conductores de F1: con su Maserati 250F, tras una parada en boxes desastrosa, tuvo que desafiarse a sí mismo para recuperar mucho tiempo perdido sobre dos pilotos excelentes como eran Mike Hawthorn y Peter Collins, ambos a los mandos de dos Ferrari. Lo que esa tarde hizo Fangio es inasumible a nuestros ojos porque no lo vivimos, pero podemos asimilarlo gracias a las crónicas y a las palabras del propio piloto. Voló literalmente sobre el peligroso trazado alemán, enjugó la desventaja, y venció. El mundo del automovilismo tuvo que rendir pleitesía al Maestro de Maestros. Y eso que no le hacía falta arriesgar: quedaban todavía dos carreras más. Pero era, con todas las letras, Juan Manuel Fangio.

 

 

Las distancias entre las gestas pueden magnificar al argentino en detrimento de Schumacher o Hamilton. Ambos pilotos han sabido reconocer que lo hecho por el argentino tiene otro valor, otras características que ellos no hubieran sido capaces de replicar. Quizás. Porque, ¿qué une y qué separa a tres pilotos de tan altísimo nivel? Desde luego, hay un hecho llamativo en los tres: supieron elegir equipo, estar en el momento adecuado, o incluso construir a su alrededor un conjunto imbatible. El caso más ejemplar sigue siendo el de Fangio. Cinco campeonatos en cuatro equipos diferentes, y sólo repitió entorchado con Mercedes. El argentino pudo ser campeón el año en el que se instauró el campeonato del mundo de conductores de F1, en 1950, con el Alfa Romeo 158. Lo hizo en 1951. Saltó a Maserati para 1952, en el que es el único paso en falso de su carrera: los Ferrari 500 eran mejores. Pero una importante lesión derivada de un grave accidente –por suerte sobrevivió–, le privó de ser un contendiente en 1952 y 1953, algunos dicen que para suerte de Ascari, pero se podría argumentar que para suerte de Fangio también, porque los Maserati no eran coches competitivos. Entonces, el argentino desplegó toda su astucia: Mercedes en 1954 y 1955, porque si Mercedes compite suele ganar. Retirada Mercedes, ¿qué coche era el mejor? El Lancia D50, pero Lancia se había retirado por la muerte de Alberto Ascari y problemas financieros. ¿Quién había heredado esos coches? Ferrari. Rumbo a Maranello para 1956. Las diferencias le hicieron salir del equipo, pero también observar que el longevo Maserati 250F había ido mejorando con los años. El último paso, con ellos de nuevo. Y pentacampeonato. Dicho así parece una simplificación, pero Fangio supo también hacer crecer los coches y equipos en los que estuvo, empujaba hacia adelante con la suavidad de maneras que le caracterizaban, y se hizo acreedor de, con un coche a la altura, la gloria.

 

 

Michael Schumacher recaló en una Benetton en crecimiento que en 1994 y 1995 le dio un coche a la altura, tras algo más de dos años en el proceso de encajar todas las piezas. Pero cuando tenía un equipo y un coche ganador, el alemán tomó una de las decisiones más sorprendentes de la historia: dejarlo todo por Ferrari, que llevaba –en 1995- 16 años sin conseguir que uno de sus pilotos fuese campeón. El alemán, aparte de un jugoso contrato, supo ver que la reconstrucción que desde 1992 había emprendido Luca Montezemolo al mando de la Scuderia era muy seria, y que ingredientes como Jean Todt o John Barnard no eran menores. Michael supo, o debió saber, que el éxito no sería inmediato. Y ahí reside una gran parte de la enorme dimensión del heptacampeón del mundo: durante cinco años fue un líder que era escuchado, y alrededor del cual se construyó uno de los mejores equipos de la historia, empezando por el hombre tras el volante y acabando por el que ensamblaba la última pieza del monoplaza. Tuvieron que pasar cinco largos años, en los que estuvo pese a todo en liza por el campeonato con coches netamente inferiores, para que la ecuación fuera resuelta. Pudo haber sido en 1999, pero una lesión lo impidió. Desde el año 2000 al año 2004, Michael Schumacher cosechó simplemente lo que había sembrado, sumando a sus dos títulos otros cinco más. Es el único piloto en la historia en haber empalmado cinco campeonatos

 

 

Lewis Hamilton no está a la zaga en cuanto a sagacidad respecto a sus ilustres compañeros de profesión. El inglés casi pecó de éxito instantáneo en el año de su debut, 2007, a los mandos de un McLaren de gran rendimiento –espionaje a Ferrari mediante, todo sea dicho–, pero que se vio inmersa en una guerra intestina en la que nadie fue inocente. La pasta con la que está hecho un campeón se aprecia desde el inicio, pero en 2008 Hamilton sufrió demasiado para lograr su primer título, tanto como hasta la última curva de la última vuelta de la última carrera del año. Su rival fue un enorme Felipe Massa a los mandos de un Ferrari sublime. Quizás entonces, quizás ahora, nos parezca de poca enjundia, pero aquél año fue testigo de una rivalidad y una emoción de mucha intensidad. Sin embargo, Lewis pareció perderse desde entonces. De 2009 a 2011, con una McLaren no precisamente excelente, su pilotaje fue errático, su vida convulsa, su talento –innegable– diluido en un mar de fallos, portadas en revistas y vida un tanto disoluta. ¿Se había Lewis Hamilton emborrachado de éxito tras 2007 y 2008? Lo parecía. Pero entonces, su temporada de 2012 empezó a enderezar el rumbo. Por desgracia, McLaren ya no era la McLaren en la que había debutado, todavía rutilante protagonista del campeonato. Seguía estando ahí, por supuesto, había victorias, pero algo había cambiado. Y eso, Hamilton lo acabó de comprender ese año. Lo que otros pilotos no fueron capaces de valorar –la  inexorable caída del equipo de Woking–, Hamilton lo adivinó tras pararse a reflexionar  por una jugosa oferta de Mercedes: el equipo que siempre gana. En un movimiento que en 2012 parecía un suicidio –como el de Schumacher en 1995–, Lewis abandonaba McLaren y se aliaba con Mercedes. ¿Por qué? Mercedes estaba en continuo crecimiento, como se demostró en 2013, y como se refrendó en 2014 con el cambio de normativa de motores. Desde entonces, la F1 ha vivido una tiranía de dominio como no se ha visto jamás en el campeonato. Olviden el dominio de Williams en los años noventa, de Ferrari, de Red Bull. Esta Mercedes los ridiculiza a todos juntos. Así que Hamilton supo, como sus ilustres compañeros, saber moverse de forma adecuada en el momento preciso. Fue inteligente. 

Por lo tanto, los tres son merecedores de haber contado con el mejor material posible. Eso no significa que su talento innato no les hubiera permitido llegar a destacar, como de hecho hicieron, pero muy probablemente no hubieran logrado cifras tan espectaculares. No se les puede desmerecer por ello –ni a ellos, ni a nadie–, bajo el riesgo de fulminar a los 33 campeones del mundo de F1. Porque esto es un deporte de coches, lo primero. Y si no hay coche, poco puede hacer el piloto. Pero con un coche adecuado, y un piloto de gran talento, pentacampeonatos. Los tres aplicaron con brillantez un elemento poco valorado: la astucia para elegir.

 

 

En pilotaje, comparar a Fangio, Schumacher y Hamilton es en vano. Nadie llega a las cifras que estos tres pilotos acumulan siendo un piloto mediocre. Se puede lograr ganar algunas carreras, pero poco más. Porque no, no hay ni un solo campeón del mundo mediocre. Para serlo hay que haber sido un muy buen piloto. Pero para ser cinco o siete veces campeón del mundo, hay que estar a otro nivel que los demás ni siquiera aspiran a alcanzar. Fangio era un dulce caníbal que vencía de tal modo a sus rivales, que estos además lo apreciaban. Era elegante, era un deportista, era un compañero. Pilotaba con más inteligencia y tomando los menores riesgos posibles, en una época en la que sólo subirse a un monoplaza era ya un riesgo tremendo. Schumacher fue el producto más perfecto de la última era de los pilotos analógicos, que aún bregaban con palancas de cambio, con coches sin dirección asistida, y con una seguridad aún precaria. Sí, sus grandes éxitos llegaron en una época mucho más avanzada tecnológicamente, pero sus raíces están con los Ayrton Senna, Alain Prost, Nigel Mansell y Nelson Piquet. De ellos aprendió lo bueno y lo malo, y lo llevó a un nivel extremo en todos los ámbitos. Michael fue implacable en todo, y no sólo sus siete campeonatos, sino que su récord de 91 victorias hablan de ello. Lewis Hamilton, por el contrario, es la gran referencia de la era digital, esa cuyo origen podemos poner en la década del 2000. Su F1 no es la de los otros dos, aunque se parece a la de Michael –a quien reemplazó en Mercedes en 2013–. La seguridad ha mejorado enormemente, lo que permite tomar más riesgos. Los circuitos ya no castigan el error como antes. La tecnología está sublimada, y puede que nunca antes se haya dependido en tan alto grado de la máquina como ahora. De ahí que estar en el lugar adecuado sea más importante que nunca. Todo eso no significa que Lewis no esté a la altura. Para extraer todo el potencial de un monoplaza, hay que saber llevarlo al límite, y cada fin de semana Hamilton nos da sobradas muestras de ello.

 

 

Vayamos a la Pole position de Singapur de 2018, por ejemplo, este año. Lewis es rápido, seguro, agresivo, y ya no comete apenas errores. Quizás está más cerca de la perfección que nadie, junto con su monoplaza. Su proceso de maduración le ha llevado a explotar su talento hasta límites que ni él mismo conocía. Su único borrón es el campeonato de 2016, cuando un infravalorado Nico Rosberg fue capaz de vencer con las mismas armas a Lewis. Cada día que pasa, ese mundial de Rosberg, acusado de muchas cosas y catalogado como menor por ciertos sectores, gana en dimensión más que otros títulos. Porque para ganar a Hamilton en igualdad de condiciones, hay que ser impecable.

Los números de Hamilton hablan por sí solos, aunque sólo sean números. Por supuesto, el récord de victorias está a su alcance, y los títulos de Schumacher. Obviamente, habrá quien pretenda echar por tierra sus logros en base a que el inglés ha contado con un gran monoplaza.

En universos paralelos donde los condicionales se hacen realidad, las victorias y campeonatos que no han sido, mueren. Allí es donde tendrán que buscarlos quienes se empeñen en negar la magnificencia de este piloto, que es una leyenda de nuestro deporte, y al que aún le quedan años para aumentar su elenco de logros. Y aunque a la mayoría, Lewis incluido, el pentacampeonato de Fangio les resulta más valioso y meritorio –y seguramente lo es–, no nos engañemos. Eso es pasado. En estos tiempos, con estas condiciones, Hamilton es el pentacampeón de esta era. Y eso no requiere de justificaciones.