COMPETICIÓN

HOMENAJE A LOS QUE, CADA ENERO, SALTAN A LA ARENA

C’est le Dakar, Patron

Joven o viejo, novato o experto: el rally más duro del mundo no se apiada de nadie
Llegar al final, es la mayor de las victorias
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22 Ene 2015 - 19:50

Son las tres de la madrugada en algún rincón del desierto. El sonido de un despertador se pierde entre el ruido de motores, herramientas, generadores y metales que dan sintonía al vivac. Se abre una tienda de campaña. Sale un piloto. Uno más. De los muchos que, cada día -y noche- se juegan la vida con el único objetivo de volver a la ciudad de la que hace poco partieron.

Sus pasos son lentos, pesados, quejumbrosos, lastrados por la arena y el cansancio: el principal enemigo. Se acerca al comedor. Los focos iluminan parte del suelo arenoso; las camareras le sirven algo de comer y de beber con cara de estar aún más somnolientas. Se sienta en un banco de madera. Desayuna poco y mal, vuelve a la tienda, coge su mochila, busca su moto y la destapa. Abre la caja del roadbook e inserta, pintarrajeado,  el rollo de papel con la ruta del día. Contempla el sentinel, esa maquinita infernal que, con su taladrante pitido, te avisa de que alguien se acerca por detrás. Roza los botones del iritrack, tres: uno verde, otro azul y, por último, el del pánico, pintado de rojo y que parece tener grabado el mensaje 'me rindo'. Pulsar –o que te pulsen- ese significa que ha llegado el final, a veces, literalmente, aunque la muerte no sea siquiera mencionada en el campamento.

Es temprano y la temperatura baja, así que coge su forro térmico y se lo pone. Se coloca el collarín y luego el casco. Lo abrocha. Arranca. Se sube a su moto y, desapercibido, sella en el control de salida y abandona la que ha sido durante unas horas su ciudad en medio de la nada.

Las calles no están puestas, pero él ya rueda. El frío y la luz del faro delantero son su única compañía en una travesía que le llevará hasta la salida de la especial, hasta el lugar que -a pesar de su pareja, hijos, padres y banquero- pisará para salir a la arena. Agarra el puño, se sienta, comprueba la ruta, mira al horizonte. Se hace preguntas. El enlace es largo, aburrido, oscuro, tedioso, el lugar perfecto para que el cansancio y las dudas se apoderen de una cabeza que ya está bastante atormentada. Es el hechizo del Dakar, los que aguantan no son los que tienen más fuerza en los músculos, sino en la mente.

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Poco a poco la distancia se consume, la noche deja paso al día, y la luz del amanecer cambia el tono de sus pensamientos. Los ánimos van subiendo, la poca glucosa del desayuno comienza a hacer su trabajo y, con el estómago vacío pero el espíritu lleno, esboza una pequeña sonrisa de satisfacción. Satisfacción porque, a pesar de todo, está viviendo la tortura con la que ha soñado durante años. "Han sido días duros", se repite, "pero si hoy no falla nada, lo tendré más fácil mañana".

Recuerda las imágenes de las arenas de África en navidad. Las motos y coches surcando los mares de dunas. Esos camiones gigantes, ¡cómo saltaban!; esos quads embarrados, ¡vaya artilugios!; ese hombre tan enigmático con acento francés; ese otro que, por la tele, parece tan simpático con su habla catalana. Y se alegra, se emociona e incluso siente orgullo porque, a pesar de que nunca será el héroe de ningún niño, está haciendo lo que convirtió a personas de a pié en aquellos a quien admiraba.

Divisa una carpa blanca. En ella, varios competidores esperan para tomar la salida. Ha llegado un poco antes de su hora, así que apaga el motor y decide pararse a reflexionar. Uno a uno los pilotos se lanzan a la especial. Su turno se acerca, como si de un matadero se tratase. Los nervios crecen, siente cómo su corazón quiere salirse del pecho. Intenta calmarse respirando hondo, bebe agua, mira alrededor. Quedan tan sólo tres por salir. Se sube a la moto, acelera, comprueba el roadbook, se ajusta las gafas. Dos, aún tiene algo de tiempo para pensar. Los nervios son ahora más fuertes que nunca. No sabe dónde mirar, le tiembla el pulso, se le seca la boca. Uno, el siguiente será el.

Abre y cierra las manos, se estira un poco, mira hacia atrás, una hilera de motos parece empujarle al tiempo que él ofrece una resistencia invisible. El corredor que tiene delante se marcha dejando una estela de polvo que le nubla la vista. "Esto es lo que voy a tener que aguantar todo el día… no se ve nada", piensa. Le marcan la hora al tiempo que la nube se disipa en el ambiente y le deja ver lo que tiene por delante. Una larga pista llena de arena y piedras. Mira el camino y se siente desprotegido, como si le hubieran puesto frente a un reto que nunca podrá superar. Las rodadas de los demás han destrozado el suelo y, ahora, encontrar un vía segura se torna imposible. "Saldré despacio, por la parte derecha", piensa al tiempo que el comisario le hace la señal de diez segundos.

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El corazón se le va a parar de un momento a otro pero, si lo hace, que sea ya con la moto en marcha. Engrana primera. Cinco, cuatro, tres. Da gas, dos… uno. El mundo se para. Suelta la maneta. La moto se echa a andar y, antes de darse cuenta, ya tiene encima ese hoyo que había visto desde la salida. Deja una polvareda inmensa y se pone en carrera. Ya está en la especial, ahora solo queda esperar que el desierto sea condescendiente.

El rateo del motor inunda sus oídos mientras que, una y otra vez, mira el kilometraje y se asegura de que va por el buen camino. Según avanza, se encuentra con las primeras víctimas de la jornada. Para a preguntar y continúa su marcha. El sol, abrasador, está en lo alto, quitándole las fuerzas y secando su cuerpo, pero no sus ganas. Bebe algo de agua del 'camelback' y decide aminorar el ritmo, de momento va bien y no ha tenido ningún problema.

Se relaja -mal hecho- le falla el freno, ese que no tuvo tiempo de revisar durante la noche porque se le cerraban los ojos. Cae. Las rodillas le sangran pero no más que el orgullo. "Joder, hoy parecía que iba a salir bien", piensa. Mira a la maneta de su moto y ve la fotografía de su familia. "Déjalo y vuelve", parecen decirle. "Quiero, pero no puedo", responde en su cabeza. Se acuerda del botón rojo y escucha un ruido por detrás. Otro corredor cuyo nombre no sabe se apea y le pregunta. "Yes, I'm ok", responde. Tras un rato sentado recobrando la orientación, se pone en pie y examina los daños. El radiador tira agua, lo que significa que, casi todo el líquido que recogió en el último refueling se lo va a beber la moto. Tras 30 minutos, arranca y sigue su camino.

El terreno se ablanda, y lo que antes era una llanura, ahora empieza a escarpar. No puede forzar mucho, pues la temperatura se está disparando. La ruedas tienen ahora más dificultades para girar, y mantener el equilibrio se convierte en una tardea difícil. Con poco impulso llega a una duna y cae de lado. Se levanta, arranca la moto, vuelve sobre sus pasos, acelera, y con más velocidad, consigue superarla. Lo repite una y otra vez hasta que al pie de un montículo, su cuerpo dice basta.

El calor es agobiante y, a más de 50 grados, no hay sombra posible que pueda cobijarte, principalmente porque no hay ninguna sombra. Para la moto, se quita el chaleco a duras penas. El casco le ahoga. Se derrumba en el suelo, exhausto, empapado en sudor, casi cegado por el brillo del astro rey, llorando. Son lágrimas de desesperación, de sufrimiento y de rabia. Rabia por no saber qué está haciendo allí. Desde el iritrack sale una voz. "Are you ok?", le preguntan. Tienta de nuevo el botón rojo. Responde casi sin fuerzas y cierra los ojos, esperando que, al abrirlos, el desierto ya no esté allí.

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Al cabo de un rato aparece el helicóptero médico y aterriza a unos metros de él. Mala señal, pues no lo ha pedido. Uno de los operarios llega hasta su posición y le ayuda a andar. Según se acerca, ve, de pie, una moto con el carenado destrozado. En el suelo, un casco solitario señala el lugar del accidente mientras que varios enfermeros levantan una camilla. Pregunta por el estado del herido y repone fuerzas. Recibe una mala respuesta. Se ha hecho mucho daño, ha caído en una trampa que, de alguna manera, él ha esquivado. Al cabo de un rato, se siente mejor, vuelve a su moto y decide arrancar.

Tras la ayuda brindada por el equipo médico, se ha recuperado bastante, pero el recuerdo de lo acontecido kilómetros atrás le pesa. Sabe que ha estado cerca y que no podrá aguantar más momentos como ese. Cabalga en solitario, en medio de la nada, con una moto estropeada y un cuerpo agotado. El sentinel le avisa casi en la cresta de una duna de que alguien se acerca más rápido, mira atrás y ve un coche que, tras encallar en la arena, tiene que detenerse. Él, llega arriba. Eso le da ánimos. Mira el roadbook y comprueba que marcha bien. "100 kilómetros más y llegamos", dice.

La meta está relativamente cerca. La arena y el fesh-fesh marcan la ruta de la que, cada vez con más frecuencia, tiene que apartarse para dejar paso a coches y camiones. Por fin, tras varias horas en las que el color del cielo se ha ennegrecido más de lo que esperaba, distingue en el horizonte las aguas azules del Pacífico. Tras bajar la última y más alta colina de arena  -donde dicen que hay quien se ha puesto a más de 150km/h- llega a la meta.

Pasa el control horario y busca un sitio donde dejar su montura. Para el motor. "Ya queda menos", piensa. Le duele hasta quitarse las gafas. Se saca el casco y siente el alivio de poder respirar aire fresco. Ahora le toca ser mecánico. Se pone manos a la obra y, gracias a dos solidarios compañeros, hace las reparaciones necesarias para el día siguiente. Mientras cena, prepara el roadbook, señalando con rosa las direcciones y con amarillo los peligros. Está agotado, al límite de sus fuerzas, pero feliz por saber que ha escapado a una de las etapas más duras que se recuerdan. Tras más de quince horas, se quita las botas, se sienta, se desviste y, finalmente, entra en la tienda, intenta dormir para afrontar un nuevo día que ya ha empezado. Cierra los ojos, y en su cabeza, una frase que se repite: C’est le Dakar, patron.

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