GP de Hungría de 1998: nada es imposible si es Michael Schumacher
Pero hay una, que precisamente comenzó su relación en los primeros años de la década de los noventa y la extendió hasta el año 2012, que posiblemente haya sido la combinación de estratega y piloto más unida de todos los tiempos. Hablamos de Ross Brawn y Michael Schumacher.
Ya había surgido esa química especial en los tiempos de Benetton, llevando al piloto alemán a lograr dos títulos mundiales. Luego, con la marcha de Schumacher a Ferrari, éste no dudó en pedir la llegada de Brawn a Maranello. Y llegó en 1997, sin tiempo para incidir en el diseño del coche, siendo el F300 de 1998 el primero surgido bajo la batuta de aquél equipo de ensueño formado por Byrne y Brawn en el diseño.
Pero el cambio normativo para la nueva temporada, con coches con un chasis más ancho, alerones más estrechos, distancia entre ejes acortada y la introducción de neumáticos estriados, provocó que el Ferrari, que no era un mal coche, fuera superado por el ingenio de Adrian Newey, recién llegado a Mclaren, con su implacable MP4/13. El inicio de temporada dejaba clara la situación, con un Mika Häkkinen que vencía las dos carreras inaugurales. Michael Schumacher no se rendía, como tampoco Ferrari, y pese a la superioridad manifiesta del finlandés y su monoplaza, pasado el ecuador de la temporada tras el G.P. de Inglaterra, estaban en segunda posición a sólo dos puntos del liderato. Dos Grandes Premios después, y tras sendas victorias del finlandés, la distancia se había ampliado a los dieciséis puntos.