Hamilton, obligado a remontar

Lobo con piel de lobo

05/07/2014 10:36

Si tratásemos de sintetizar la totalidad de tipologías de pilotos ganadores en tan solo dos perfiles o categorías, sin duda la más común de ellas sería la del piloto de campeonato. Ese corredor de larga distancia frío y calculador. Por momentos casi maquiavélico. Capaz de gestionar cualquier tipo de situación por complicada que se presente, de echarse el peso de un equipo a las espaldas o de optimizar con precisión cirujana recursos y oportunidades, seleccionando metódicamente el lugar y el momento adecuado en donde morir o quemar las naves. 

El otro sería el piloto de Gran Premio. Un lobo con piel de lobo para quien la pizarra de tiempos es poco menos que una religión, la calculadora un dolor de muelas y la tabla de puntos puro papel mojado. Un rara avis de nuestro tiempo cuya naturaleza le empuja a seguir el camino directo. A nadar contracorriente. A bailar sobre vertiginoso filo de la navaja de un deporte espídico por antonomasia.

Uno pelea por hacerse el dueño de su propio destino. El otro lucha desesperadamente por escapar de él. Ni que decir tiene que el linaje de Lewis pertenece exclusivamente a este segundo grupo. Y es que desde que la ‘Marca Hamilton’ hiciese su irreverente y revolucionaria presentación en el universo de la Fórmula Uno esta ha venido sustentándose principalmente en dos atributos básicos. El primero de ellos reside en la esencia de la velocidad más pura, la de condiciones de clasificación. La de la vuelta al límite de las posibilidades de la física. La que no permite el más mínimo desliz durante algo más de un minuto y algo menos de seis quilómetros. 

La segunda, por su parte, habita en la naturaleza más esencial del automovilismo de circuito, esa que distingue su pedigrí del de sus primos hermanos los rallyes y que radica en el embaucador hechizo del adelantamiento o de la defensa a ultranza de una posición.

Durante el último año y medio, Nico Rosberg ha demostrado sobradamente que pude hacer frente a Lewis Hamilton en el primer aspecto y el empate técnico a cuatro poles entre ambos en lo que va de temporada así lo atestigua. Sin embargo, no es sino la segunda disciplina la que se ha erigido como santo y seña del británico desde su desembarco en el Gran Circo. Sus instintivas maniobras en el cuerpo a cuerpo desatan pasiones y levantan tribunas, despertando admiración incluso en el más acérrimo de sus detractores. 

Así que con campeonato claramente encarrilado en favor de Mercedes, la duda surgía en torno la capacidad de Nico para salir airoso en un envite frente a frente. De una de esas de luchas de poder a poder en las que el británico se ha mostrado siempre como un depredador letal y que se intuía que acabarían llegando más temprano que tarde dada la absoluta superioridad de los de la marca de la estrella. Y la incógnita pareció quedar despejada ya en la tercera cita de la temporada, cuando la salida del safety car a falta de diez giros en Bahréin obligó a Lewis a sobrevivir ante un Rosberg que volaba con blandos frescos. El marco ideal para observar al británico en su estado más puro. La situación perfecta para para un piloto que siempre ha cuadrado sus cuentas a costa de actuaciones al borde de la épica.  

Lewis venció y se convenció, solventando de ese modo el tropiezo mecánico de Australia y alcanzando el liderato del mundial quince días más tarde, tras una agónica victoria en Montmeló. Cuatro triunfos de cinco posibles y un abandono por causas mecánicas. Nada que achacarle en una temporada que rozaba la perfección hasta ese momento. Pero incluso la perfección puede no ser suficiente cuando el tipo que habita al otro lado del box te conoce lo bastante como para bromear propinándote un par de uppercuts al más puro estilo púgil de boxeo cuando acabas de hacerle morder el polvo. Si además reúne las cualidades técnicas y personales para acabar segundo cada fin de semana, minimizar la hemorragia de puntos y aguardar pacientemente su momento, entonces puedes estar seguro de que tienes un problema.

Y es que Rosberg conoce tan bien a Hamilton como Hamilton a Rosberg. Compartir bocadillo en el karting y en la F3 es lo que tiene. Sabe mejor que nadie hasta que nivel llega su talento. Conoce esa capacidad para apurar una frenada hasta el punto de que los ingenieros casi lleguen a pensar que la telemetría está aportando datos erróneos. Sabe que aun así es capaz de bloquear la delantera, enderezar la zaga a golpe de contravolante y corregir un embrollo que parecía imposible del mismo modo que un profesor revisa un examen de primaria. Ah… y eso sin perder tiempo.

Nico sabe todo esto y mucho más porque también conoce la otra parte. Esa que tanto daño hace a Lewis y que acaba por sacarle de la partida. Sabe que con el británico no se trata de asestar un único golpe. Porque por muy contundente y certero que este pueda llegar a ser esto tan solo lo hará más y más fuerte. Con Lewis consiste más bien en un juego de desgaste. En una colleja aquí y una bofetada allá. En una polémica pole position en Mónaco y otra -con todas las de la ley- en Montreal. 

Rosberg necesitaba frenar en seco a Hamilton y a su emocional inspiración y Mónaco sirvió para golpearlo directamente en su línea de flotación. Y poco importa la intencionalidad del alemán en el más que comentado incidente de Mirabeau, porque lo realmente relevante para el caso era lo que Hamilton creyese que había sucedido en realidad. Eso, y nada más que eso, condicionaría su actitud en pista en sus posteriores actuaciones. Eso le llevaría a un nuevo punto de inflexión dentro de su particular montaña rusa de emociones.

Sin la posibilidad de adelantar en pista, el lobo con piel de lobo salió el domingo dispuesto buscar ese error que acabase con el de Wiesbaden contra las barreras. Lo presionó al límite. Sin miramientos. Dejando como siempre a un lado la calculadora y descuidando la gestión en busca de un improbable patinazo que a la postre jamás llegaría y que acabó por hacerle perder visión en su ojo izquierdo a causa del aire sucio desprendido por el W05 de Nico. A pesar de todo, continuó adelante. Y lo habría hecho incluso con los dos ojos cerrados si hubiese sido necesario. En el podio ni una mínima mueca que hiciese atisbar una posibilidad de sonrisa. La guerra había llegado para quedarse, trascendiendo las fronteras del asfalto y desatando un reguero de declaraciones a su paso.

'Más completo’, 'más maduro', 'rápido cuando necesita ser rápido', 'menos emocional' o simplemente 'más inteligente'. Son los calificativos con los que algunas de las voces más autorizadas como las de Prost, Watson o Walker han definido a Nico en comparación con Lewis durante las últimas semanas. 

Y lo cierto es que mientras el británico se desinfla, el alemán parece hacerse más fuerte a cada quilómetro que recorre. En el pasado Gran Premio de Austria, Rosberg logró establecer un récord personal al subirse al cajón por octava vez consecutiva. Para encontrar un registro similar en la ya dilatada carrera de Hamilton habría que remontarse a su debut en la categoría, concretamente a las nueve primeras pruebas del campeonato de 2007, sus nueve primeras en Fórmula Uno, cuando Lewis corría con la necesidad de demostrar al mundo sus habilidades pero todavía sin la presión que desde entonces le ha generado su indiscutible talento. 

Ahora se encuentra en lugar en el que siempre ha encontrado estas alturas de la temporada. Con la necesidad imperial de remontar y sin la posibilidad de gestionar una distancia. Pero, no nos engañemos, Hamilton jamás ha dispuesto de esa posibilidad si exceptuamos el sprint final de esa temporada 2007. Y Rosberg lo sabe. Y sabe también que el británico únicamente necesita una nueva y heroica actuación que lo haga regresar del mundo de las sombras. Ahora llega Silverstone y con él la ocasión perfecta para que Lewis evoque sensaciones pasadas. Allí se reenganchó a la lucha por el campeonato en 2008 cuando, tras un doble fiasco en Francia y Canadá –accidente con Raikkonen en el pit lane incluido- logró establecer el récord de la década en lo que a margen frente al segundo clasificado se refiere. Allí encontró la atmósfera perfecta, el caldo de cultivo necesario para que su confianza y sus aspiraciones volviesen a retroalimentarse de una épica actuación, esta vez bajó la lluvia. Así es como ha sido siempre y así es como siempre será. Llámese Drácula, El Hombre del Saco, La Bruja Mala o El Lobo. O llámese Hamilton. No cabe duda de que nadie en el Gran Circo interpreta mejor su propio papel: el de un piloto de carreras clásico en una era moderna. El de un corredor que ha muerto y resucitado tantas veces que tratar de contarlas sería perder el tiempo.