COCHES

curiosidad

La pesadilla de la carretera del bosque

Porque los coches tienen un alma que puede perseguirte
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José Miguel Vinuesa
4
01 Nov 2017 - 13:57

Era bien entrada la noche, después de haber repartido caramelos a niños ataviados con los disfraces de sus personajes favoritos, cuando decidí que era hora de volver a casa tras una noche supuestamente terrorífica con amigos. Subí a mi coche, pero en vez de pensar en historias de terror, mi cabeza sólo me llevaba a motores y diseños. 

La carretera bajaba de lo alto de una montaña, y discurría por un poblado bosque, repleta de preciosas curvas. Era un placer circular por allí, de día o de noche. Uno de esos lugares en los que conducir se ennoblece y no se limita a ir del punto A al B. La luna despuntaba entre algunas nubes, y se ocultaba, con fogonazos de su luz azulada en el paisaje. Los faros recortaban las siluetas de los árboles como cuchillos rasgando el velo nocturno, y sólo el rumor del motor rompía el silencio.

De repente, de entre los escuálidos troncos, una luz iluminó con una ráfaga la penumbra del bosque. Poco después, otra, y otra más, repitiéndose con una cadencia constante conforme avanzaba por el asfalto. Era como una manada vigilante que observaba mi paso, y me lo hacía saber, lista para actuar en cuanto una señal llegase. Era extraño. Al principio pensé que se trataría de coches que venían en mi dirección, cuyos faros se dejaban entrever por el bosque. Pero luego comprendí que no era posible.

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Porque a ambos lados de la carretera, las luces se hacían más pobladas. Pestañeos lumínicos, ojos deslumbrantes que empezaron a hacerme temer por algún tipo de banda criminal que advertía mi paso. Aceleré ligeramente, y me concentré aún más en la carretera, deseando que aquella sucesión de curvas acabase lo más rápido posible para llegar a la zona del valle, donde poder desfogar toda la potencia del motor para escapar de lo que quiera que estuviera detrás de esas luces.

Llegó un punto en que eran como farolas al lado de la carretera, tal era el número de luces que se encendían y apagaban a mi paso. La carretera se iluminaba y oscurecía, cegándome en parte. Pero salvo mi motor, no se oía nada. El sudor empezó a correr por mi frente, pero decidí ser reflexivo: era imposible que hubiera coches a ambos lados de la carretera, porque en algunos puntos había laderas pronunciadas que no permitían posarse a tantas personas o a sus vehículos. ¿Cómo lograban estar ahí? Era racionalmente imposible.

El velocímetro de mi coche subía y bajaba con ligereza. Invadía el carril contrario en un intento desesperado de escapar de aquella situación. Las ruedas chirriaban en las curvas más cerradas, pero mis ojos sólo veían luces. Luces por todos lados. Y en ese momento, dos luces aparecieron en mis retrovisores. Era evidente de que iba a ser víctima de un asalto. Se hicieron más y más grandes, y las luces de los lados centelleaban ya descontroladas, como en un ritual demoníaco en el que la víctima está a punto de sucumbir en manos de los agresores.

Era prácticamente de día, la montaña iluminada de tal manera que la luna no era más que una cerilla en un cielo que se adivinaba oscuro. Mis retrovisores eran bolas de cegadora luz, y ni siquiera pude ver que me aproximaba a una curva cerrada. Cuando me di cuenta, era muy tarde: frené, reduje marchas, e intenté que el coche se doblegase a mis órdenes con un desesperado derrape que me permitiese tomar la curva y seguir escapando. Fue en vano. Era tarde. Iba a caer en las manos de quienes me habían estado vigilando todo ese trayecto. Lo último que recuerdo fue el seco sonido del golpe, el crujido de la chapa que se retorcía y el crepitar de un árbol que intentaba encajar la embestida. Y luz. Todo era luz.

Cuando abrí los ojos, la luz del sol empezaba a despuntar en el horizonte. Aturdido, me encontré en mitad del bosque, lejos de mi coche. La carretera no se veía por ningún lado. Alguien me había llevado al corazón mismo de la naturaleza. ¿Pero cómo? Palpé mi cuerpo en busca de heridas, pero no había nada. Incluso mi cartera estaba intacta, con los documentos y el dinero. ¿Entonces? ¿Qué era todo esto?

Un sonido metálico rompió el silencio. Era como un carraspeo que cesó inmediatamente, como si alguien intentase arrancar un motor. Enseguida, un chasquido a mi espalda me indicó que alguien se acercaba. Paralizado por el miedo, no me atreví a girarme. Y entonces, silencio. Un silencio profundo. Pero notaba una presencia detrás de mí, enorme. Me giré despacio, y no pude creer lo que veían mis ojos.

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Ocupando toda la ladera de la montaña, cientos de vehículos estaban rectos hacia mí. Era un mar de óxido silencioso, carrocerías a las que le faltaban partes fundamentales, faros resquebrajados y moho en su interior. De nuevo, aquél carraspeo ahogado de un motor queriendo arrancar en vano. Me acerqué a uno de ellos, sin el capó del motor, que dejaba a la vista sus entrañas como si hubiera sido acuchillado violentamente. Le faltaban tantas piezas que decir que era un motor era una exageración. Carraspeó, y como un coro, empezaron a hacerlo todos, llenando el aire de un grito metálico desesperado, igual al que emite quien expira su último aliento.

Las heridas en sus cuerpos eran irrecuperables. Todos habían sido destrozados violentamente por el paso del tiempo, y ya nada les podría devolver a una vida a la que intentaban desesperadamente aferrarse con sus últimas fuerzas. Al lado de lo que debió ser un divertido deportivo, un cilindro perforó la culata tras forzar su intento de volver a rugir como un día hizo. No volvió a intentarlo. Me apoyé en sus hermosas líneas, y la carrocería empezó a desintegrarse en un polvo de hierro que fue impulsado por el viento lentamente entre las montañas. Apenas quedó un amasijo retorcido que, comprendí, era su esqueleto, el chasis que un día se comportó con nobleza en las curvas. Se había ido para siempre.

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El resto de coches callaron sus raquíticas voces. Era uno menos en aquella colección de fantasmas motorizados que se habían reunido en la soledad del bosque para pasar sus últimos instantes. Otro más se había ido para siempre. Los observé con más detalle. Querían contar sus historias. Aquél todoterreno que había dominado la faz de la tierra, aquél utilitario que dio con alegría las primeras experiencias al volante a un nuevo conductor, el enorme sedán que llevaba con orgullo a la familia en sus viajes como uno más del núcleo familiar. Ya no. Fueron olvidados, vejados, apartados para siempre. Incluso algunas piezas de colección difíciles de conseguir. Sencillamente, fueron considerados objetos muertos.

Me senté en el putrefacto interior de uno de ellos. Aún podía vislumbrarse parte de su glorioso pasado, con incrustaciones de madera que ahora eran hogar de los más extraños insectos. Las llaves estaban puestas todavía, como si lo hubiesen abandonado a toda prisa. Acaricié el volante, y el coche hizo un ligero movimiento. Sólo quería una última oportunidad. En la guantera, una foto de su antiguo dueño posando con orgullo con él. Un cariño traicionado por el tiempo. En la vieja radio, una cinta de cassette atrapada para siempre con la última banda sonora que compartieron juntos. Rocé el acelerador, y un botón del salpicadero cayó al carcomido suelo. ¿Era una lágrima? Estaba desvariando. Pero tomé una decisión.

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Giré la llave del contacto, apretando con suavidad el acelerador. Y entonces, la voz ronca del motor resonó entre los árboles, obligando a algunos pájaros a escapar despavoridos. Sí, aquella voz todavía tenía un matiz poderoso, lleno de un orgullo que se podía todavía sentir en el gorgoteo de los cilindros. Apreté un poco más, y escuché cómo el resto de la manada intentaba en vano hacer resonar sus voces. Era un espectáculo de impotencia. Me aferré al volante, y apreté a fondo el acelerador. Tan metálico, tan agudo. Tan bonito. Hasta que se empezó a asfixiar, sin gasolina, sin aire. Y cesó para siempre. Miré a mi alrededor y comprendí que aquello era el infierno de aquellas almas mecánicas, que jamás volverían al asfalto. La vista se me nubló y sentí un dolor intenso en la nuca. Todo se hizo oscuro, con el sonido de los demás motores carraspeando en vano.

Cuando desperté, estaba aferrado al volante de mi coche, y un médico me estaba inmovilizando. Nuevamente desorientado, empecé a preguntar por la manada de coches del bosque. El médico me miró con cara de preocupación, pero insistí, explicándole que en ese lugar había cientos de coches abandonados. Su respuesta fue que en ese lugar no había ni un solo coche abandonado, pero que sí que habían tenido lugar muchos accidentes como el mío, curiosamente sin consecuencias fatales para los ocupantes, pero con los coches destrozados. Como había quedado el mío.

Mi coche. Que me había protegido con su estructura para salvarme la vida. Que había desfigurado su forma para recibir él los peores daños. Estaba ahí, retorcido. Yo sólo estaba mareado. El agente de tráfico me indicó que lo llevarían a un desguace, pero que necesitaban algunos datos. No. Dije que no. Que lo llevaran a mi mecánico. El agente insistió en que era prácticamente irreparable. Pero seguí negándome: mi coche sería reparado, fuese como fuese. Me miró con cara de sorpresa, y tomó la dirección del lugar.

La ambulancia estaba lista para partir. Yo podía ver a mi coche, con una mueca desfigurada en su rostro. Me miraba. Estaba a punto de desaparecer de mi campo de visión, con el bosque como fondo de aquella imagen patética. Y entonces, sus dos luces hicieron una ráfaga.

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4 comentarios
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04 Nov 2019 - 01:33
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Pero bueno, este relato ya lo leí hace bastante tiempo en esta misma web...Ya nos estamos repitiendo. ¿Tan poco hay que contar sobre el mundo del automóvil?

03 Nov 2017 - 14:45
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¡Excelente! Se me erizaron los cabellos de la nuca.

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02 Nov 2017 - 09:52
Comment

Muy bueno.

02 Nov 2017 - 01:12
Comment

¡Que bueno!

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